martes, 3 de enero de 2017

Grietas, Prólogo

Cuando era pequeña mi abuelo solía contarme historias. Eran siempre cuentos maravillosos, fantásticos viajes. Peleas con tiburones; batallas que libró junto a Napoleón; pequeñas paradas por el país del oro antes de llegar a casa. Incluso me dijo una vez que había encontrado y escondido esta piedra misteriosa, una cryptonita con la que encogía, por capricho, de vez en cuando una que otra sandía.
Entre alguna de todas las piedras que guardaba en su biblioteca.
Siempre pensé que tal vez la escondería ahí.
Tenía muchas y diversas rocas; calcopirita es una que recuerdo como si estuviese esculpida en mi memoria. Mi madre solía hablar con pasión sobre estas rocas. Tal vez porque admiraba el amor que sentía mi abuelo por estas piedras.
Ella y yo ciertamente no hablábamos de muchas cosas.
Incluso en el final.

Así que cuando crecí y me di cuenta de que mi abuelo no pudo haber existido en el mismo momento que Napoleón… Estaba confundida. Creo que estaba confundida.
No buscábamos tesoros… sino ¿cañerías?
¿Maleza?
Eran días de jardín y rodillas verdes en el pantalón.
Pero no había tesoros.
No había país del oro.

No había cryptonita.

Mi abuelo era solo un hombre.
De pronto el mago había muerto y frente a mí,
Sólo un hombre
Un hombre viejo.

Pero nunca dejé de buscar la puerta. El origen. La magia.

Lo extraordinario.

Decidí, de alguna manera, asumí. Siempre; dedicaría mi vida a buscar, en esa biblioteca polvorienta y hojarasca, buscaría entre alguna de esas rocas. Buscaría hasta encontrar lo extraordinario.

Pero lo extraordinario terminó por encontrarme a mí.



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