Cuando era pequeña mi abuelo solía contarme
historias. Eran siempre cuentos maravillosos, fantásticos viajes. Peleas con
tiburones; batallas que libró junto a Napoleón; pequeñas paradas por el país
del oro antes de llegar a casa. Incluso me dijo una vez que había encontrado y
escondido esta piedra misteriosa, una cryptonita con la que encogía, por
capricho, de vez en cuando una que otra sandía.
Entre alguna de todas las piedras que
guardaba en su biblioteca.
Siempre pensé que tal vez la escondería ahí.
Tenía muchas y diversas rocas; calcopirita es
una que recuerdo como si estuviese esculpida en mi memoria. Mi madre solía
hablar con pasión sobre estas rocas. Tal vez porque admiraba el amor que sentía
mi abuelo por estas piedras.
Ella y yo ciertamente no hablábamos de muchas
cosas.
Incluso en el final.
Así que cuando crecí y me di cuenta de que mi
abuelo no pudo haber existido en el mismo momento que Napoleón… Estaba
confundida. Creo que estaba confundida.
No buscábamos tesoros… sino ¿cañerías?
¿Maleza?
Eran días de jardín y rodillas verdes en el pantalón.
Pero
no había tesoros.
No
había país del oro.
No
había cryptonita.
Mi abuelo era solo un hombre.
De pronto el mago había muerto y frente a mí,
Sólo un hombre
Un hombre viejo.
Pero
nunca dejé de buscar la puerta. El origen. La magia.
Lo extraordinario.
Decidí,
de alguna manera, asumí. Siempre; dedicaría mi vida a buscar, en esa biblioteca
polvorienta y hojarasca, buscaría entre alguna de esas rocas. Buscaría hasta
encontrar lo extraordinario.
Pero lo extraordinario terminó por
encontrarme a mí.